viernes, 1 de abril de 2011

Cruzar la calle

Hola, como es viernes, me permito una disgresión. Les regalo un cuento que escribí hace ya unos 14 años. Lo tenía olvidado por ahí pero hoy me acordé y lo busqué. Es increíble cómo el inconsciente nos lleva años de ventaja. Cuando escribí este cuento, lo hice pensando en otra persona. El protagonista es otro, y sin embargo, al releer lo que escribí hace unos días, esa especie de carta a mi madre contándole desde cuándo la busco, me encuentro con palabras que parecen copiadas de este cuento. Pero juro que no. Estaban ahí, escondidas, y pudieron salir primero en un cuento y sólo años después, más directamente, en primera persona.

Bueno, acá va. Espero que les guste. Feliz fin de semana.

"Cruzar la calle
            Viniste porque te citó Laura.  Te llamó ayer y tardaste en darte cuenta de quién era.  Casi no te acordás de la cara.  Viniste por curiosidad.  Sacás la cuenta.  Fue hace dos años.  Salieron un par de veces, cuando te estabas por casar con Silvina.  No entendés mucho para qué te habrá llamado.  Pero acá estás, sentado en una mesa contra la ventana, en el bar en que te citó. 
            Mirás la puerta y la ves.  La reconocés enseguida.  Ahora tiene el pelo más corto y más claro, pero es su cara.  No viene sola.  Trae de la mano a una nena de no más de un año.  Viene derecho a tu mesa, sin dudar.
            --Este es tu papá –le dice a la nena, señalándote.  La mirás.  Mirás a la nena.  –Hola, Ernesto, te presento a Florencia –te dice con una sonrisa tensa.
            No le contestás.  Mirás a la nena, que babosea una galletita.  Es rubia, tan rubia como vos, y te mira con tus ojos azules.  Te sonríe.  Te convida con la galletita baboseada.  Te da asco, pero le decís “No, gracias” con una sonrisa.

            “No, gracias”, te oís decir con una voz lejana a la señora que te acerca una bandeja de bizcochos, y mirás a tu mamá, que te mira con aprobación.  La primera vez siempre hay que decir “no, gracias”, te había enseñado.  Tenés cinco años y te estás aburriendo.  No te gusta ir de visita.  “¡Qué monada de chico!”, dice la señora mientras te pellizca un cachete y le pregunta a tu mamá: “¿A quién salió tan rubio?”.  “Soy adoptado”, le contestás.  Se hace un silencio.  Sentís la mirada de tu mamá en tu espalda.  Te dijo mil veces que eso no hay que decírselo a cualquiera, que no es un secreto pero tampoco hay que decirlo.  No entendés.  “¡Ay no me digas! ¡Qué hermoso!”, oís que dice la señora mientras te pellizca más fuerte y te sube el mentón.  Ahora te mira a los ojos.  “Qué suerte que tenés.  Tenés que agradecerle mucho a mami y a papi, ¿sabés?”.  Asentís.  “No lo hicimos por caridad”, dice tu mamá con un tono seco, como cuando está enojada, pero no tiene cara de enojada, le sonríe a la señora.

            --¿Y? --Laura ya se sentó, con la nena en la falda, y te echa una bocanada de humo en la cara.  --¿No vas a decir nada?
            --¿Qué querés que diga?  --Ahora sos vos el que prende un cigarrillo.  –Si me hubieras dicho antes, cuando todavía se podía hacer algo...
            --¿Cómo “hacer algo”?
            --Vos sabías cómo venía la mano... –La mirás a los ojos. –Y si hubo un...accidente, bueno, me hubieras dicho en su momento.  –Te encogés de hombros. --Ahora ya está.
            --¡Accidente! --Laura se acomoda en la silla, fuma, te mira con indignación.  –Es lo único que se te ocurre decir. Y no me mires así, como si fuera un vidrio.

            “No me mirés así, como un autómata... preferiría que me putearas”, te dice tu viejo.  Tenés dieciséis años. A tu viejo lo indigna tu forma de mirar a través, de estar ausente.  Y a vos se te atragantan las palabras que quisieras decir y no podés. Te quedás mirándolo sin decir nada.  Y desde adentro te sube un frío que se te instala en el pecho y bronca, mucha bronca contra vos mismo.  Te sentís torpe. Sabés de sobra que no sos fuerte como él, que lo decepcionás, aunque nunca te lo diga.  A lo mejor, el otro no es tan fuerte, pensás.  A lo mejor es débil y llora igual que vos.  Pero no te importa.  A vos no te importa saber quién es ni cómo es.  Y mirás a tu papá con esa mirada neutra con que mirás ahora a Laura.


            --No entiendo bien qué querés –le decís a Laura --. ¿Guita?
            --Sos un hijo de puta. –La mirás, siempre inmutable. –Quería que conociera al padre y que vos supieras que ella existía. ¿Vos sabés lo que es no saber quién es tu viejo?

            “Si alguna vez querés saber”, te dice tu mamá mientras cocina y mira para afuera.  Está de espaldas.  Vos seguís haciendo los deberes en la mesa de la cocina, como si no la escucharas.  Se interrumpe.  Te acercás y la rodeás con los brazos.  La espiás por el costado y ves que le brillan los ojos.  La abrazás más fuerte y le decís que se calle, que vos nunca, nunca vas a querer saber.  Que para vos ella es la única.  Se da vuelta y te abraza.  Ahora, ella sonríe y sos vos el que cierra los ojos y hunde la cara en su panza.

            --Algo sé, sí.  –Le sonreís. –Y acá me tenés, entero.
            --Mirá, yo pensé que te iba a importar, pero así no podemos seguir hablando.
            No la estás escuchando.  Mirás para afuera.  Te distraés mirando la gente que cruza la calle. Hombres. Mujeres. Cualquiera podría ser él, cualquiera podría ser ella.  Pero a vos no te importa.  Y pensás que a lo mejor un día vos también cruzás la calle y desde un bar esa nena te mira sin saber quién sos.
            --Vamos, Flor.  –Laura alza a la nena y se va sin mirarte.  La nena te saluda con la mano desde el hombro de Laura y, casi sin darte cuenta, le devolvés el saludo."

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