lunes, 18 de abril de 2011

Ya no estoy sola

Sí, mis miedos era infundados. Hablé con mi mamá. Me escuchó. Me entendió. Y, fiel a su estilo, puso en marcha sus ideas para ayudarme a buscar. No se imaginan el alivio que siento, ahora que sé que ella me acompaña en este viaje.

Me contó mi historia, desde su perspectiva. Y fue lindo ver la expresión de su cara al recordar. Me habló de sus dudas, de sus miedos, de su entusiasmo. No pudo aportarme casi datos nuevos, salvo la descripción física de mi madre, que le dio la asistente social que, me confirmó, era la señora Bermúdez: mi madre era morocha, de piernas largas, brazos largos, dedos muy largos y finos...¡chocolate por la noticia! ¡Así soy yo! Pero bueno, claro, de recién nacida, no podia preverse que yo me pareciera a ella. Ahora sé que sí, y me alienta pensar que entonces quizás me reconozca por fotos. Me cuenta mi mamá que incluso la invitaron a conocerla, pero ella no quiso, preferia no saber nada por miedo a involucrarse demasiado en la historia, por miedo a después no poder llevarme con ella.


Hablamos también de por qué no lo habían hecho legalmente. Me conmovió que me dijera que ahora se da cuenta de los problemas que esto me trae. Me conmovió mucho y me acercó a ella mucho más. Hablar con ella me permitió ponerme más en su piel, en ese momento y lugar. Ahora la comprendo más.

En fin, siento mucha paz. Hasta pensamos algún día volver las dos a mi ciudad natal a recorrer juntas esas calles una vez más. ¿Querrá Dios que podamos hacerlo y, en ese mismo viaje, reencontrarnos las tres?

sábado, 9 de abril de 2011

Con un pie en el avión

En pocas horas, estaré en la que fue mi casa hasta hace unos nueve años, en Buenos Aires. Nunca me es fácil volver de visita. Los recuerdos me asaltan desde cada rincón. Esta vez, además, un nuevo desafío: sentarme a charlar con mi mamá y contarle que estoy buscando mis orígenes. Tengo miedo. Intuyo que es un miedo infundado, sin sentido, ¿pero de qué sirve la razón cuando se siente miedo? ¿Miedo de qué? Si fue ella la que, sin que yo le preguntara, me dio el único dato que me permitió avanzar un poco en la búsqueda. A la vez, también estoy ávida de que recuerde algo más.

Y en estas horas en las que debería estar haciendo la valija, estoy preparando un resumen de mi historia en una carilla, con fotos, para mandárselo por correo a Elisa, la asistente social que fue testigo a distancia de mi nacimiento y entrega, para que la exponga en la cartelera del hospital donde trabaja. Y eso también asusta. No ya una búsqueda virtual. Un papel impreso. Mi foto en un papel clavado en una cartelera de un hospital. La posibilidad de que ella lo lea y me mire y se reconozca y me escriba. O no.

Y entre tanto, Elisa me aporta más datos, con cuentagotas, pero cada gota abre una puerta. Me recomienda que ponga el nombre de su tía, la asistente social que supone participó directamente, Martha Bermúdez, ya fallecida. Y su dirección, Yrigoyen 112, Bahía Blanca. Es posible que mi madre haya vivido en esa casa los últimos meses de su embarazo. También me recomienda que haga dos copias. Una para enviársela a una colega de Coronel Suárez, para que la ponga en el hospital de ahí, porque algo le dice, una intuición honda, que mi madre era de esa pequeña ciudad, cercana a Bahía.

Empiezo a imaginarla. Yéndose de Suárez cuando todavía "no se le notaba". Después, la casa de la calle Yrigoyen. De ahí, al Sanatorio Central, calle Moreno al 100. Qué ganas de recorrer esas calles, de hacer ese trayecto para poder al menos ponerle imágenes reales a mis fantasías.

Que rece, me aconseja Elisa. A María. Cómo quisiera tener fe. Cómo le explico que me siento una impostora, rezando para pedir favores. Cómo le explico que también me da rabia tener que pedir por favor algo que la inmensa mayoría de la gente sabe desde siempre: quién es esa mujer en la que viví los primeros nueve meses de mi vida. Quién es. Cómo se llama. ¿Me parezco a ella? ¿Vive?

Que Dios me dé la fe que me falta y me ayude a empezar a encontrar respuestas.

martes, 5 de abril de 2011

Reflexiones sobre los testimonios de las madres biológicas

Después de leer en el blog de Patri Holmes los testimonios tan conmovedores de madres que han entregado a sus hijos, siento un nudo en la garganta y muchas ganas de encontrar a la mía para poder decirle que no tiene por qué sufrir tanto. Ya bastante tuvo, que al menos no cargue con una culpa innecesaria. Comparo los casos y veo que hay puntos en común:

* Una sociedad pacata, o por lo menos, conservadora, que despreciaba al que era diferente (hijo de madre soltera, por ejemplo), como si hubiera un único modelo válido de familia.
* Un padre que, por miedo, o por ser también víctima de las presiones sociales, no puede afrontar bien la situación y abandona a la madre de su hijo.
* Unos padres (de la menor embarazada) temorosos de las presiones sociales que piensan en el futuro de esa hija "hacia afuera", en su dimensión social, pero soslayan en todo momento lo que esa madre en ciernes siente "hacia adentro", su dolor psicológico de puertas adentro. Padres presionados que a su vez presionan y no contienen.
* Una madre sola y asediada por las presiones familiares, sociales, por el abandono de su pareja, por su falta de autonomía (para poder criar a un hijo soltera, es imprescindible autoabastecerse, cosa que con una criatura tampoco es fácil), que ama a ese niño y muchas veces renuncia a él por amor, por salvarlo de todo eso.
* Un silencio espantoso, una soledad insoportable, una carga muy pesada y nadie para compartirla.
* La complicidad de la Iglesia Católica que, en lugar de acompañar y contener, trata de "arreglar" y "tapar la evidencia del pecado". Es paradójico que esa misma institución surja de alguien con la mente tan abierta como Jesús, que nunca habría despreciado a una madre soltera ni a un hijo "bastardo". De haber nacido Jesús en otra época, seguro trataban de convencer a María de que lo diera en adopción porque no estaba muy clara la paternidad y el niño iba a sufrir...;).

Bromas aparte, creo que todos los "actores" han actuado con las mejores intenciones, haciendo lo que creían que era lo mejor. Y de hecho, a muchos de nosotros, mal no nos fue. Pudimos disfrutar de tener una familia desde el principio, tanto nosotros como nuestros padres adoptivos. Pero...¿y nuestras madres biológicas? Creo que es muy alto el precio que les tocó pagar para hacerles la vida más fácil a todos los que las rodeaban. Su decisión fue conveniente para todos, pero en el camino quedó su dolor, su soledad y la imposibilidad de compartirlo, pues a todos les convenía olvidar y pretendían que ellas también olvidaran. No se me ocurre algo menos natural que eso.

Por todo esto, siento que en el proceso de adopción, las que más pierden son, sin duda, las madres biológicas. A todas ellas, un abrazo, y ojalá encuentren a sus hijos y, sobre todo, que al encontrarlos a ellos, encuentren también la comprensión y la paz que nunca tuvieron.

viernes, 1 de abril de 2011

Cruzar la calle

Hola, como es viernes, me permito una disgresión. Les regalo un cuento que escribí hace ya unos 14 años. Lo tenía olvidado por ahí pero hoy me acordé y lo busqué. Es increíble cómo el inconsciente nos lleva años de ventaja. Cuando escribí este cuento, lo hice pensando en otra persona. El protagonista es otro, y sin embargo, al releer lo que escribí hace unos días, esa especie de carta a mi madre contándole desde cuándo la busco, me encuentro con palabras que parecen copiadas de este cuento. Pero juro que no. Estaban ahí, escondidas, y pudieron salir primero en un cuento y sólo años después, más directamente, en primera persona.

Bueno, acá va. Espero que les guste. Feliz fin de semana.

"Cruzar la calle
            Viniste porque te citó Laura.  Te llamó ayer y tardaste en darte cuenta de quién era.  Casi no te acordás de la cara.  Viniste por curiosidad.  Sacás la cuenta.  Fue hace dos años.  Salieron un par de veces, cuando te estabas por casar con Silvina.  No entendés mucho para qué te habrá llamado.  Pero acá estás, sentado en una mesa contra la ventana, en el bar en que te citó. 
            Mirás la puerta y la ves.  La reconocés enseguida.  Ahora tiene el pelo más corto y más claro, pero es su cara.  No viene sola.  Trae de la mano a una nena de no más de un año.  Viene derecho a tu mesa, sin dudar.
            --Este es tu papá –le dice a la nena, señalándote.  La mirás.  Mirás a la nena.  –Hola, Ernesto, te presento a Florencia –te dice con una sonrisa tensa.
            No le contestás.  Mirás a la nena, que babosea una galletita.  Es rubia, tan rubia como vos, y te mira con tus ojos azules.  Te sonríe.  Te convida con la galletita baboseada.  Te da asco, pero le decís “No, gracias” con una sonrisa.

            “No, gracias”, te oís decir con una voz lejana a la señora que te acerca una bandeja de bizcochos, y mirás a tu mamá, que te mira con aprobación.  La primera vez siempre hay que decir “no, gracias”, te había enseñado.  Tenés cinco años y te estás aburriendo.  No te gusta ir de visita.  “¡Qué monada de chico!”, dice la señora mientras te pellizca un cachete y le pregunta a tu mamá: “¿A quién salió tan rubio?”.  “Soy adoptado”, le contestás.  Se hace un silencio.  Sentís la mirada de tu mamá en tu espalda.  Te dijo mil veces que eso no hay que decírselo a cualquiera, que no es un secreto pero tampoco hay que decirlo.  No entendés.  “¡Ay no me digas! ¡Qué hermoso!”, oís que dice la señora mientras te pellizca más fuerte y te sube el mentón.  Ahora te mira a los ojos.  “Qué suerte que tenés.  Tenés que agradecerle mucho a mami y a papi, ¿sabés?”.  Asentís.  “No lo hicimos por caridad”, dice tu mamá con un tono seco, como cuando está enojada, pero no tiene cara de enojada, le sonríe a la señora.

            --¿Y? --Laura ya se sentó, con la nena en la falda, y te echa una bocanada de humo en la cara.  --¿No vas a decir nada?
            --¿Qué querés que diga?  --Ahora sos vos el que prende un cigarrillo.  –Si me hubieras dicho antes, cuando todavía se podía hacer algo...
            --¿Cómo “hacer algo”?
            --Vos sabías cómo venía la mano... –La mirás a los ojos. –Y si hubo un...accidente, bueno, me hubieras dicho en su momento.  –Te encogés de hombros. --Ahora ya está.
            --¡Accidente! --Laura se acomoda en la silla, fuma, te mira con indignación.  –Es lo único que se te ocurre decir. Y no me mires así, como si fuera un vidrio.

            “No me mirés así, como un autómata... preferiría que me putearas”, te dice tu viejo.  Tenés dieciséis años. A tu viejo lo indigna tu forma de mirar a través, de estar ausente.  Y a vos se te atragantan las palabras que quisieras decir y no podés. Te quedás mirándolo sin decir nada.  Y desde adentro te sube un frío que se te instala en el pecho y bronca, mucha bronca contra vos mismo.  Te sentís torpe. Sabés de sobra que no sos fuerte como él, que lo decepcionás, aunque nunca te lo diga.  A lo mejor, el otro no es tan fuerte, pensás.  A lo mejor es débil y llora igual que vos.  Pero no te importa.  A vos no te importa saber quién es ni cómo es.  Y mirás a tu papá con esa mirada neutra con que mirás ahora a Laura.


            --No entiendo bien qué querés –le decís a Laura --. ¿Guita?
            --Sos un hijo de puta. –La mirás, siempre inmutable. –Quería que conociera al padre y que vos supieras que ella existía. ¿Vos sabés lo que es no saber quién es tu viejo?

            “Si alguna vez querés saber”, te dice tu mamá mientras cocina y mira para afuera.  Está de espaldas.  Vos seguís haciendo los deberes en la mesa de la cocina, como si no la escucharas.  Se interrumpe.  Te acercás y la rodeás con los brazos.  La espiás por el costado y ves que le brillan los ojos.  La abrazás más fuerte y le decís que se calle, que vos nunca, nunca vas a querer saber.  Que para vos ella es la única.  Se da vuelta y te abraza.  Ahora, ella sonríe y sos vos el que cierra los ojos y hunde la cara en su panza.

            --Algo sé, sí.  –Le sonreís. –Y acá me tenés, entero.
            --Mirá, yo pensé que te iba a importar, pero así no podemos seguir hablando.
            No la estás escuchando.  Mirás para afuera.  Te distraés mirando la gente que cruza la calle. Hombres. Mujeres. Cualquiera podría ser él, cualquiera podría ser ella.  Pero a vos no te importa.  Y pensás que a lo mejor un día vos también cruzás la calle y desde un bar esa nena te mira sin saber quién sos.
            --Vamos, Flor.  –Laura alza a la nena y se va sin mirarte.  La nena te saluda con la mano desde el hombro de Laura y, casi sin darte cuenta, le devolvés el saludo."

Nuestros hijos

A veces siento que la condición de adoptado/apropiado es hereditaria. Lo siento cada vez que me quedo sin respuestas cuando llevo a mis hijos al médico y sólo puedo darle la mitad de los datos de su herencia genética. Pero más lo siento cuando tengo conversaciones como éstas, casi siempre con mi hijo menor, que es el que más pregunta (tiene casi 8 años):
-Mami, ¿vos sos adoptada?
-Sí, mi amor, yo te conté ya varias veces.
-¿Entonces yo también soy adoptado?
-No. ¿Te acordás las fotos que te muestro siempre de cuando estabas en mi panza, de cuando naciste?
-Sí. ¡Qué suerte que yo no soy adoptado! -De golpe, se calla y me mira con compasión. -Bueno, bah, no, a mí me encataría ser adoptado, haber nacido de un huevo caído del espacio...y que me adoptes vos, claro.
-Ah...de un huevo. Pero yo no nací de un huevo caído del espacio.
-Ya lo sé, mami. Son cosas que yo digo por decir...porque no sé qué decirte. Yo sé que no naciste de un huevo, naciste de una mamá que se fue.
-Claro.
-¿Vos también te vas a ir?
-¡No! Claro que no. Nunca tengas miedo de eso. Yo no te voy a dejar nunca, nunca.
-Y pero si tu mamá te dejó, vos te debés parecer a ella, y a lo mejor también un día me dejás.
-No, no. Quedate tranquilo.
-Yo no sabía que las mamás podían irse y no volver más...¿Por qué se fue? ¿Te portabas mal?
-No, era recién nacida, no podía portarme mal.
-A lo mejor eras muy fea.
-No, corazón, una mamá no deja a un hijo porque sea feo. Además, por feo que sea un bebé, la mamá siempre lo ve lindo. Seguramente, no pudo quedarse conmigo porque era muy pobre, o muy chica y no estaba lista para ser mamá, o estaba sola, o enferma...
-Al final, no sabés nada.Y esa mamá es mía también.
-Tu abuela, sí.
-No, yo ya tengo abuelas.
-Claro que sí. Tus abuelas son tus abuelas, pero también está esta otra abuela.
-Qué lío. Era mejor si habías nacido de un huevo del espacio...
Y la verdad es que, al contarle todo eso, o mejor dicho al no tener qué contarle, siento que le estoy transmitiendo la misma incertidumbre que tanto me pesa. Es también parte de su historia la que falta. En cierta manera, me siento como se sentirán las mamás adoptivas al tener que explicarles a sus hijos, pero la diferencia es que a mí me toca muy profundo porque siento que lo que me hiere a mí hiere a mis hijos, soy sujeto y objeto de ese dolor, de esa incertidumbre.
Y ni hablar de este otro diálogo:
Mi hijo canturreabea: "Mami es adoptada, y está muerta." Yo me quedé helada, porque era fuera de contexto, pero traté de no dejar traslucir demasiado mi estupor para no inhibirlo, para que no sienta que "de eso no se habla con mami". Le pregunté por qué "muerta". Y me dijo:
-Porque muchos bebés se mueren cuando los adoptan.
-No, justamente, si los adoptan, no se mueren, porque tienen una nueva mamá que los cuida.
-Sí que se mueren. Si vos queres adoptar un perrito o un gatito, no te lo dan de recién nacido. Hay que esperar a que deje de tomar la teta. Si no, se puede morir, o le hace mal.
-Ah, pero con las personas, es diferente. Porque nos dan la mamadera con leche de fórmula, que es como la de una mamá.
-Sí, pero igual los bebés no saben que son personas, que son distintos de los demás mamíferos. Son bebés igual. Y necesitan a su mamá. Yo estoy contento de que no estés muerta, pero igual sé que te hizo mal que te saquen enseguida de al lado de tu mamá de la panza. Tendrían que haber esperado a que fueras un poquito más grande antes de que te adoptara tu mamá, mi abuela.
-Con las personas, es distinto.
-Bueno, vos pensás eso. Yo digo que te hizo mal.
¿Me hizo mal? ¿Realmente somos tan distintos de los demás mamíferos en esa etapa de la vida? ¿O tendrá razón mi hijito?
Para pensarlo.